Entré y vi lo peor que puede ver una mujer. Célebre frase en la historia del espectáculo nacional. A fines del 2015, las pantallas de muchos programas de televisión (¡todavía mirábamos televisión!) nos mantuvieron en vilo ante el escándalo: la modelo y conductora Pampita había irrumpido en un set de filmación, furiosa, y había encontrado a su marido, el actor chileno Benjamín Vicuña, en los brazos de la bellísima China Suárez. Fue entonces cuando Pampita vio lo peor que puede ver una mujer, según dicen que ella misma dijo, en off, a varios periodistas. Después hubo especulación, reconstrucciones del hecho. Hablaron testigos de testigos de testigos. Llegaron a decir que ahí, en ese motorhome donde Pampita vio lo peor, también había “olor a sexo”. Expresiones como “robamaridos”, “familia rota”, “amantes”, y “despecho” desfilaron por la TV y le dieron al episodio los aires de melodrama que reclamaba. Se convirtió en una especie de hito en la Enciclopedia del Escándalo Argentino de los últimos diez años. Ya no se fabrican escándalos así.
Pero Pampita siempre se mostró prolija, aún en los momentos en que la prensa la persiguió para sacarle declaraciones sobre eso que había visto. Se mantuvo impoluta y entera. Perfecta. Perdió un marido pero jamás la compostura. Y nunca fue “la loca”. Una especie de consenso social (uno que nos viene de antes, uno que no parece de esta época) hizo que fuese vista como una víctima digna. Seguir siendo linda y sonriente después de haber encontrado a tu marido y padre de tus cuatro hijos con otra mujer igual de (o más) hermosa que vos, ¡qué gran hazaña!
Quiero aclarar: esto no es una burla. Quiero aclarar, también, que no es una disertación feminista sobre el tratamiento que se le dio a este episodio en los medios, no es un ensayo sobre la hipocresía, ni siquiera una revisión para decidir quién tenía razón (me encantaría poder ser rotunda, gritar “¡no soy team China Suárez, no soy!” pero no tengo las cosas tan claras ni estoy tan limpia). Esto es una comparación. Voy a comparar a Pampita con un personaje de ficción con el que, ayudados por el poder de la imaginación, podemos conectarla ética y acaso espiritualmente.
Años sesenta. Una mujer adentro de un auto espera, en la puerta de la casa de su amante, que él busque algunas cosas para escaparse juntos. Espera y espera, pero el tipo no aparece nunca. Es que el tipo es Don Draper, y su mujer, Betty, acaba de ver ¿lo peor que puede ver una mujer? Acaba de descubrir que su marido le miente (si no viste Mad Men deberías dejar todo lo que estás haciendo ahora e internarte a ver la mejor serie de ficción jamás escrita por el ser humano). Decía: Betty descubre que su marido la engaña pero no porque le sea infiel (a diferencia de Pampita, ella no ve a la chica adentro del auto), sino porque le ha mentido sobre quién es. Y de ese descubrimiento no hay retorno.
Una piensa: “es una crisis, no se van a separar”. Y puede que también, en 2015, algo parecido hayamos pensado de Pampita. Sin embargo, Betty Draper se separa. Y Pampita también. Y Betty se siente frustrada, siente que se quebró su proyecto más importante (la familia). Y, aunque de Pampita no sabemos tanto, nos podemos imaginar que siente algo parecido. Entonces Betty, que, como Pampita, nunca dejó de ser hermosa (ella misma lo dice, a pesar de haber parido three children), se casa con otro. Ese otro: un hombre sincero, sólido, parece que no le va a mentir. Tiene plata. Despliega alguna que otra ingeniosa pantomima de seducción y la cautiva rápido. Nosotras, las espectadoras, nos damos cuenta enseguida de que es un tipo aburrido. Se llama Henry Francis. (No me acordaba, tuve que googlear “Betty Draper’s second husband’s name”). Se dedica a la política. Igual que el marido de Pampita.
Creo que no tenemos una buena traducción para la palabra overdressed, qué injusticia. Hay un capítulo de Mad Men, de mis preferidos, en el que Betty va overdressed (¿sobrevestida?) a un casting para una publicidad. Su pomposo vestido rosa y negro la hace sobresalir de la butaca en la que se sienta a esperar, rodeada de chicas más modernas y más jóvenes que ella (aunque ella todavía es joven y todavía es preciosa, como Pampita). Su rol de modelo ya no le queda “como anillo al dedo”, está desactualizada. Es una marca del personaje: Betty es el personaje femenino de la serie al que más le cuesta su contemporaneidad, a pesar de que su belleza rubia y su máscara de esposa perfecta nos hagan creer lo contrario. Lo sabemos porque la serie elige (¡gracias!) darnos su punto de vista, mostrarnos, por momentos, la complejidad detrás de su aparente perfección. Sin ir más lejos, el capítulo del casting nos entrega una imagen icónica: Betty en camisón, cigarrillo en boca y escopeta en mano, les dispara a los pájaros de su vecino (que antes había amenazado a los niños de Betty). Es todo un statement: ya no podrá ser modelo pero sí es una madre que defiende a sus crías, capaz de todo, si es necesario.
Pampita también es una madre impecable, presente. En ese punto, es incluso más perfecta que Betty (una madre “de otra época”, claro). No voy a hablar acá de la tragedia de la hija de Pampita, porque como ya mencioné antes, esto no es más que un caprichoso ejercicio de comparación. Pero sí voy a lamentar que ninguna escena de Siendo Pampita nos regale una imagen como la de Betty con escopeta en camisón. Es que los personajes femeninos de Mad Men son fragmentarios, fallan, deben elegir (elegir es dejar algo afuera). No pueden ser todas a la vez. No pueden ser profesionales exitosas, madres ejemplares, modelos bellísimas, mujeres comprometidas y simpáticas, todo al mismo tiempo todo el tiempo. No pueden ser Pampita. Por eso, si Pampita fuese un personaje de Mad Men, no podría ser ella misma, debería ser Betty Draper. Un poco por el marido aburrido pero también por una especie de hechizo que se les puede atribuir a las dos: la sensación de una belleza que se erige brillante como la fachada de una mansión de ensueño. Todas quisiéramos vivir ahí porque ignoramos las instalaciones eléctricas mal hechas. Nos olvidamos de que pueden hacer corto e incendiarse en cualquier momento.
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Licenciada en Letras (UBA), escritora y docente. Cursa la Maestría de Escritura Creativa en la UNTREF. Fue bienalista de literatura en la Bienal de Arte Joven (2019), curadora en el ciclo Radar Literatura (Centro Cultural Recoleta) y organiza el ciclo de lecturas Noche Equis. Es adscripta en la cátedra de Literatura Argentina I B en la UBA y es una de las creadoras y editoras de Medio Mal.