"Poison", de Katherine Mansfield (1920)
Traducción de Mora Monteleone
El correo estaba retrasado. Cuando volvimos de nuestro paseo previo al almuerzo, todavía no había llegado.
—Pas encore, Madame —cantó Annette, escurriéndose hacia la cocina.
Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Como siempre, ver esa mesa preparada para dos, solo para dos personas y aún así tan bien preparada, tan acabada, tan perfecta que no había espacio para una tercera persona, me dio una sensación extraña y repentina, como si me hubiera herido ese fulgor plateado que temblaba encima del mantel blanco, en las copas brillantes, en el jarrón de fresias.
—¡Qué plomo ese viejo cartero! ¿Qué le habrá pasado? —dijo Beatriz—. Dejá eso en algún lado, querido.
—¿Dónde querés que las deje?
Ella levantó la cabeza; sonrió con su sonrisa dulce, burlona.
—En cualquier lado, tonto.
Pero yo sabía ya que eso no era una posibilidad, y hubiera preferido sostener la botella de licor y los dulces por meses, por años, antes de arriesgarme a dar otro sobresalto a su exquisito sentido del orden.
—Dame. —Los dejó sobre la mesa junto a sus largos guantes y una cestita de higos. —La mesa del almuerzo. Un cuento corto de… de…. —Tomó mi brazo—. Vamos a la terraza… —Y la sentí temblar—. Ça sent —dijo débilmente— de la cuisine…
Yo había notado últimamente (estábamos viviendo en el sur hacía dos meses) que cuando ella quería hablar de comida, del clima o, juguetonamente, de su amor por mí, lo hacía en francés.
Nos apoyamos en la baranda, bajo el toldo. Beatriz inclinó la vista hacia abajo, hacia el camino blanco con su guarda de cactus como lanzas. La belleza de su oreja, simplemente de su oreja, era tan increíble que yo podría haberme vuelto hacia toda esa extensión de mar resplandeciente y gritado:
—Es que… ¡su oreja! Tiene unas orejas que son simplemente las más…
Estaba vestida de blanco, con perlas rodeando su garganta y lirios del valle en su cinturón. En el tercer dedo de su mano derecha tenía un anillo de perla. No un anillo de casada.
—¿Por qué debería hacerlo, mon ami? ¿Por qué pretender? ¿A quién podría importarle?
Y por supuesto estuve de acuerdo, aunque secretamente, en lo más hondo de mi corazón, yo habría dado mi alma por estar parado a su lado en una larga, sí, larga y elegante iglesia, colmada de gente, con viejos clérigos, con La voz que respira sobre el Edén, las hojas de palma, el incienso, sabiendo que afuera nos esperaría una alfombra roja y arroz, y en algún lugar, un pastel de bodas y champagne y un zapato de satén para arrojar desde el auto. Si hubiera podido deslizar un anillo de compromiso en su dedo.
No porque me interesara ese espectáculo horrible, sino porque sentía que, quizás, posiblemente, eso podría reducir esta sensación terrible de absoluta libertad, de su absoluta libertad, por supuesto.
Ay, Dios. Qué tortura la felicidad, ¡qué angustia! Levanté la vista hacia la casa, a las ventanas de nuestra habitación escondidas tan misteriosamente detrás de esas persianas de cañas verdes. ¿Era posible que ella hubiera aparecido de entre la luz verde, sonriendo con esa sonrisa secreta, esa sonrisa lánguida y brillante que era solo para mí? Puso su brazo alrededor de mi cuello; la otra mano, suavemente, terriblemente, peinó mi cabello hacia atrás.
¿Quién sos? ¿Quién era ella? Ella era… la Mujer.
En la primera noche templada de primavera, cuando las luces brillaban como perlas a través del aire lila y se oían murmullos en los jardines florecientes, era ella quien cantaba en la casa tras las cortinas de tul. Cuando uno manejaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad extranjera, suya era la sombra que caía en el temblor dorado de los postigos. Cuando la lámpara se encendía, en el silencio reciente de la noche, sus pasos eran los que atravesaban tu puerta. Y era ella la que miraba el crepúsculo del otoño, con su piel pálida, cuando…
De hecho, para resumir, yo tenía veinticuatro años en ese entonces. Y cuando ella, recostada con sus perlas bajo el mentón, suspiraba “Tengo sed, querido. Donne-moi un orange”, yo con mucho gusto, con felicidad, hubiera buceado hasta dentro de un cocodrilo buscando una naranja, si los cocodrilos hubieran comido naranjas.
—Si yo solo tuviera dos alas pequeñas
y fuera un ave pequeña y ligera…
cantaba Beatriz.
Agarré su mano.
—¿No te irías volando?
—No muy lejos. No más que al fondo del camino.
—¿Por qué ahí?
Ella citó:
—”Él no viene”, ella dijo.
—¿Quién? ¿Ese estúpido y viejo cartero? Si no estás esperando ninguna carta.
—No, pero igual es exasperante. ¡Ay! —de pronto se rió y se apoyó sobre mí.
—Ahí está, mirá, como un escarabajo azul.
Y juntamos nuestras mejillas y vimos al escarabajo azul empezar a subir.
—Querido… —Beatriz respiró. Y la palabra pareció permanecer en el aire, vibrar en el aire como la nota de un violín.
—¿Qué pasa?
—No sé —rió suavemente—. Una ola de… una ola de cariño, supongo.
La rodeé con mi brazo.
—¿Entonces no te irías volando?
Y ella dijo ligera y suavemente:
—¡No! ¡No! Por nada del mundo. De verdad. Amo este lugar. Amé estar acá. Podría estar acá por años, creo. Nunca fui tan feliz como lo fui estos últimos dos meses, y vos fuiste tan perfecto para mí, querido, en todo sentido.
Esto era una ráfaga de felicidad; era tan extraordinario, tan sin precedente, escucharla hablar así, que tuve que intentar reírme de ello.
—¡No hables así! Sonás como si te estuvieras despidiendo.
—Eso no tiene sentido, no tiene sentido. No deberías decir cosas así ni en broma —deslizó su pequeña mano bajo mi saco blanco y apretó mi hombro—. Fuiste feliz, ¿no?
—¿Feliz? ¿Feliz? Ay, Dios, si supieras lo que siento en este momento… ¡Feliz! ¡Mi cielo! ¡Mi alegría!
Solté la baranda y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la sostenía presioné mi cabeza sobre su pecho y murmuré: —¿Sos mía? —Y por primera vez en todos esos desesperantes meses desde que la conocía, aún contando el último mes de, esto es seguro, el Cielo, le creí absolutamente cuando respondió:
—Sí, soy tuya.
El crujido de la puerta y los pasos del cartero en la grava nos separaron. Por un segundo, estuve como mareado. Simplemente me quedé ahí, sonriendo algo estúpidamente. Beatriz se dirigió a las sillones de mimbre.
—Andá vos. A buscar las cartas —dijo.
Yo… bueno, fui casi tambaleando. Pero llegué tarde. Annette venía corriendo.
—Pas de lettres —dijo.
Mi sonrisa resplandeciente como respuesta, al momento en que ella me entregaba el diario, le debe haber sorprendido. Estaba salvajemente alegre. Levanté el diario en el aire y canté:
—¡No hay cartas, querida! —regresaba a la mujer amada recostada en el sillón.
Por un momento no respondió. Luego dijo lentamente, mientras arrancaba el envoltorio del diario:
—Olvidando el mundo, olvidada por el mundo.
Hay veces en que un cigarrillo es lo único que te ayuda a sobrepasar el momento. Es más que un confidente, incluso; es un secreto, un amigo pequeño y perfecto que sabe todo y lo entiende por completo. Cuando fumás, mirás el cigarrillo (sonriente o con el ceño fruncido, según lo demande la ocasión), inhalás profundo y exhalás el humo lentamente. Este era uno de esos momentos. Me acerqué a la planta de magnolias y fumé una larga bocanada. Después volví y me recosté junto a ella. Pero Beatriz rápidamente tiró el diario al suelo.
—No dice nada —dijo—. Nada. Solo un caso de envenenamiento. Un hombre asesinó o no a su esposa y veinte mil personas se sentaron en la corte cada día y dos millones de palabras se telegrafiaron en el mundo después de cada proceso.
—¡Qué mundo estúpido! —dije, moviéndome al otro sillón. Quería olvidar el diario, volver, aunque cautelosamente, por supuesto, a aquel momento previo a la llegada del cartero. Pero cuando respondió, supe por su voz que aquel momento había terminado. No importa. Estaba contento de esperar (quinientos años, si era necesario) ahora que sabía…
—No tan estúpido —dijo Beatriz—. Después de todo, no es más que la curiosidad morbosa de esas veinte mil personas.
—¿A qué te referís, querida? —Dios sabe que no me importaba.
—¡La culpa! —gritó. —¡La culpa! ¿No te diste cuenta? Están fascinados como la gente enferma se fascina con cualquier ínfima novedad acerca de su propia enfermedad. El hombre puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas envenenadoras. ¿Nunca pensaste… —estaba llena de excitación— …en la cantidad de veneno que circula? Es una excepción encontrar esposos que no se envenenen entre sí, esposos y amantes. ¡Ay! —gritó—. La cantidad de tazas de té, copas de vino, pocillos de café envenenados. La cantidad que yo misma tomé, a sabiendas o no, arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas —se rió— sobreviven, es porque uno de los dos tiene miedo de dar al otro la dosis fatal. ¡Esa dosis requiere valor! Pero está destinada a llegar, tarde o temprano. Después de la primera dosis, no hay vuelta atrás. Es el principio del fin, la verdad. ¿No estás de acuerdo? ¿Entendés lo que quiero decir?
No esperó mi respuesta. Desprendió los lirios del valle y se recostó poniéndolas ante sus ojos.
—Todos mis maridos me envenenaron —dijo Beatriz. —Mi primer marido me dio una gran dosis casi inmediatamente, pero mi segundo marido era realmente un artista a su manera. Solo una gota diminuta cada vez, ingeniosamente disfrazada (¡Ay, tan ingeniosamente!) hasta que una mañana me desperté sintiendo en cada partícula de mí, hasta la punta de mis dedos, un pequeño grano. Justo a tiempo…
Odiaba escucharla mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente ese día. Dolió. Iba a decir algo, pero ella de pronto exhaló tristemente:
—¡Por qué! ¿Por qué a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué estuve toda mi vida signada por…? Es una conspiración.
Intenté decirle que eso era porque era demasiado perfecta para este mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado buena. Eso asustaba a las personas. Hice un pequeño chiste.
—Pero yo… Yo nunca intenté envenenarte.
Beatriz lanzó una pequeña y extraña risa y mordió la punta del tallo de una lirio.
—¡Vos! —dijo. —Vos no podrías lastimar ni a una mosca.
Extrañamente, eso me dolió. De una forma horrible.
Justo entonces Annette apareció con nuestros aperitivos. Beatriz se incorporó y tomó una copa de la bandeja y me la dio. Noté el destello de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Cómo podía estar herido por lo que ella había dicho?
—Y vos —dije, agarrando la copa— Vos nunca envenenaste a nadie.
Eso me dio una idea; intenté explicar.
—Vos… haces justamente lo contrario. Cómo se les dice a aquellos como vos que, en lugar de envenenar a la gente, la llenan (a todos, al cartero, al chofer, al conductor de la lancha, el vendedor de flores, a mí) de una vida nueva, con algo de su propio brillo, su belleza, su…
Sonrió soñadora; me miró soñadora.
—¿En qué estás pensando, amada mía?
—Me preguntaba —dijo— si quizás, después de almorzar, podrías ir hasta el correo a buscar las cartas de la tarde. ¿Te molestaría, querido? No es que esté esperando una, pero, pensaba, quizás… es tonto no tener las cartas si llegan, ¿no? Es tonto esperar hasta mañana.
Giró el tallo de la copa entre sus dedos. Entornó su hermosa cabeza. Pero levanté mi copa y bebí, sorbí más bien, sorbí lentamente, deliberadamente, observando esa oscura cabeza y pensando en carteros y escarabajos azules y despedidas que no eran despedidas y…
¡Dios! ¿Era mi imaginación? No, no lo era. El trago sabía frío, amargo, extraño.

Mora Monteleone nació en Buenos Aires en 1993. Es Licenciada en Letras (UBA) y se formó en artes escénicas.
Escribió y dirigió varios espectáculos, como “Fiesta en el jardín” (Centro Cultural San Martín y tercera temp. en Timbre 4), “Último piso” (Centro Cultural Recoleta), “Las fuerzas extrañas” (Bibliotecas Ciudad de Buenos Aires), “Una habitación así” (Club Cultural Matienzo y en Espacio Sísmico), entre otros. Actualmente prepara la producción de la última obra de su autoría, a estrenarse este año.
También es actriz y productora teatral y generalmente trabaja de eso.